martes, 20 de julio de 2010

Vh escribe:Te envío una primera parte.

Nota: este es un artículo compuesto de varias partes. De este podrán salir entre cinco y seis artículos de forma seccionada, por partes o por entregas, como quiera denominársele. Va separado por subtítulos. Si se quiere, al llegar a cada subtítulo se puede cortar para seccionarlo desde allí en distintos artículos. En general, ha sido redactado en dos grandes partes, o dos partes generales: la primera es una crítica a la sociedad y sus instituciones, una crítica social y un análisis general observando las características de las maras, su organización, las causas de sus acciones, pero esencialmente su génesis social a partir de su fundamento social, su origen, su carácter, y su integración como producto y como constructor social dentro de todo el entramado de la sociedad, vista como individuo, como familia, como grupos sociales y colectivos, que son a la vez constitutivos y generadores de sociedad, y como un resultado del Estado, del gobierno y la sociedad al mismo tiempo.

En la segunda, se plantean y exponen apreciaciones, ideas y perspectivas generales de cómo se podría enfrentar el complejo problema de las maras sobre la base institucional del Estado y social.



El hombre nuevo: el marero. La nueva sociedad: las maras



La nueva sociedad —heredada a las nuevas generaciones durante los últimos 21 años— son las maras, no la de los acuerdos de Chapultepec ni de los principios revolucionarios ni de los valores morales sociales ni de lo mejor de los valores tradicionales rescatables que se proveían desde la cultura conservadora, como el respeto a los mayores, a los papás, a las mamás, a los abuelos y abuelas, a la familia, la honradez, el prestigio y aprecio del trabajo. Tampoco lo fue la validez de la formación académica, técnica y científica como una de las alternativas de superación y transformación de las condiciones de vida individuales y familiares —esto último, más bien destacado principalmente por contingentes aunque no revolucionarios sí inspirados en ideas al menos progresistas—, y el interés y respeto por el conocimiento como forma de expresión de la conciencia.

Hoy, las maras constituyen el más elevado producto social que se haya entretejido complejamente en el interior social con el sincretismo de lo nacional y lo exógeno cultural, económico, político, ideológico y organizacional, que proviene no sólo como herencia indirecta de la guerra si se tiene en cuenta que es una manifestación propia de las pandillas estadounidenses donde una de las características más destacable de estas es el control territorial y posesión social para la extorsión, el chantaje, el crimen, el sicariato como servicio al crimen organizado, el terrorismo, el narcotráfico y el dominio parasitario sobre las actividades productivas, la economía, el comercio y los negocios de la mediana, pequeña y micro empresa, el comercio informal, y los precarios ingresos de las familias de los sectores populares.

Es una herencia indirecta de la guerra porque se constituye a partir de los contingentes migrantes de la década de los 80, principalmente. El control y dominio social lo ejercen a virtud de dos condiciones: una especie de estado de sitio impuesto a la población o comunidad donde ejercen su control territorial, y el amedrentamiento y el terror que infunden socialmente.

Las maras son el eslabón inferior de donde se nutre el crimen organizado. Los cárteles convierten a estas organizaciones en la redes de distribución de la droga, y al mismo tiempo en su clientela al incentivar el consumo de las drogas dentro de la estructura, que es uno de los aspectos que les garantiza el dominio mental y social sobre los individuos desde donde inculcan los antivalores sociales y el parasitismo colectivo.

Las maras representan y constituyen el instrumento social de la reproducción de un sistema de dominación social dentro de otro sistema de dominación. Es un sistema de dominación social territorial de tipo tribal.

Se originó en un modelo de juventud estadounidense podrido, latinizado por emigrantes latinoamericanos y traído al país en un modelo de organización social con viñeta estadounidense pero fabricado por latinos, cuyo principal huésped fue la juventud y se apropió del dominio de territorios. Llegó y se instaló en las esquinas de las colonias donde por siempre se reunían niños y jóvenes para departir socialmente, y les robaron su espacio de interacción.

De los territorios, al pensamiento y las prácticas sociales

Pero hoy ha evolucionado a un sistema social que ya no sólo se ha apropiado de territorios y la juventud en los sectores populares, sino que también ha contaminado a la niñez e infectado las formas de pensamiento, las tradiciones, los hábitos, las costumbres, los valores y los principios de la familia, la escuela, los grupos sociales, las comunidades y la sociedad en general en el sentido humano y en el sentido político.

Por lo que, nos guste o no, lo aceptemos o no, las maras han evolucionado a tal punto que sus interacciones, sus interrelaciones, sus intercambios, sus hábitos, su organización se han convertido en un sistema, en una concepción, en un pensamiento que reproduce antivalores sociales con que vulneran y penetran en la formación de idearios en la niñez y la juventud.

Esto les garantiza procesos de reclutamiento, reproducción y multiplicación de nuevos contingentes, ya sea por dos vías: por el impacto del terror, por el que niños y jóvenes se ven obligados a adherirse a las maras, o por la vía del convencimiento de que formar parte de la organización constituye una alternativa de sobrevivencia en todo sentido, en el material y espiritual.

Son hoy una especie de entramado de cultura espiritual y material, que ha llegado a reemplazar y sustituir nuestros más preciados valores y principios, y se convierten al mismo tiempo en un producto social denominado “maras” que ha transformado a la sociedad.

Es un fenómeno incubado en un corto período de los últimos años de los 80 entre El Salvador y Estados Unidos *, que prosperó, avanzó y se extendió en nuestro país en la década de los 90, y se consolidó, arraigó y desarrolló como forma de la conciencia social colectiva de la niñez y la juventud en la primera década del 2000, y a partir de allí se ha afincado ya de manera estructural.

Es además una nueva expresión destructiva de los ingresos económicos de las familias pobres, de los obreros y trabajadores de la tercera y cuarta categoría, de las zonas marginales de las ciudades y que ha ganado terreno en las áreas suburbanas y rurales, y contaminado la economía informal. En fin, ataca fervientemente a los sectores populares.

Los actores económicos-productivos de trabajadores, asalariados, mediana, pequeña y micro empresa han pasado a instituirse en el sostén económico de la sobrevivencia de los vicios e inclinaciones más podridas de esta nueva masa parásita, que se encuentra en la escala, en el eslabón más inferior aun de la desclase denominada por Marx y Engels como lumpen proletariado, que sólo es comparable también con la otra desclase ubicada en el extremo superior de la clase burguesa-capitalista —por utilizar los términos de Marx y Engels—: es decir, la oligarquía financiera, igualmente parásita que las maras. Añadamos también a la desclase política-partidaria.

Las maras son el reflejo, la expresión máxima y más elocuente de la crisis de sociedad que tenemos, y que hasta el momento nadie del gobierno, ningún funcionario ni del Estado ni de los partidos políticos ni de la clase política de ninguna denominación está interesado en cambiar. Y, son, las maras, el producto, el resultado del ejemplo y las prácticas sociales con la que éstos han ido contribuyendo en la construcción de este mal.

Las maras, erigidas hoy como parte inherente de la infraestructura y la estructura del país, es decir del fundamento social, no es principalmente la expresión de la marginación, la exclusión, la negación de condiciones de desarrollo humano y social, sino fundamental y esencialmente de la carencia de todo principio y valor moral y ético *, de la carencia del menor sentido de respeto por la vida, la manifestación más concreta de la pérdida desoladora de la solidaridad, el humanismo, la cultura y espíritu popular, el más completo resultado de la espuria familiar, del individualismo exacerbado y la contradicción primaria que refleja la hipocresía y cinismo de toda la sociedad, de toda la estructura política, religiosa, cultural, económica, legal, estatal, ideológica y partidarista, y de la propia ley.

La ley del victimario

Toda la estructura que se supone que vela por la ley sobre supuestos de búsqueda de justicia, es la que en vez de proponer ley basada en jurisprudencia como consecuencia del fundamento ético, del análisis objetivo de la realidad, se descara en su verdadera naturaleza de proveer como siempre la protección al victimario social, impulsando y albergando este parasitismo en el proteccionismo institucional del Estado, bajo el pretexto de garantizar los derechos humanos.

En un sentido más explicativo, las maras también son el resultado, el producto de una clase legista y una ley hipócrita y cínica que brinda garantía al victimario a favor de pervertir, violar y violentar los derechos de las víctimas: o sea la población. Es en fin —igual en un modo social esencial pero histórico distinto—un fenómeno que trae como ejemplo y forma de incubación a la impunidad que ha imperado de distintas maneras, pero por siempre dentro de las estructuras injustas.

De allí que tengan sentido las palabras de Funes en su toma de posesión: “Precisamos acabar con lo que todavía queda de nuestro complejo de víctimas porque eso alimenta el odio, la autoconmiseración, el revanchismo y las disculpas fáciles”. Aunque el contexto de su planteamiento se ubica en el del conflicto armado, se puede traer a cuenta como expresión ideológica válida de la actualidad social de las maras, porque al exigir justicia en cualquiera de sus modos, en cualquiera de sus manifestaciones, la sociedad, el pueblo siempre sigue siendo llamado al conformismo.

Se le acusa de falta de carácter endilgándole que lo que tiene no es otra cosa que un simple complejo, un complejo de víctima, queriendo avergonzarle al decirle e inculcarle que lo que pasa por su cabeza no es más que un resentimiento vil, que no es más que una imaginación, que un temor infundado, que lo que tiene es un miedo risible que sólo existe en su complejo de pobre, incapaz de sobreponerse a las dificultades, que se dedica a llorar y lamentarse, a buscar la venganza cruel y luego a arrepentirse de su desvergonzado comportamiento frente a sus problemas, y que por último, si acaso algo ocurrió eso fue pasado.

Se le conmina a sobrellevar los sufrimientos de tal manera que su reivindicación de justicia sea siempre un recurso pueril, una demanda sin sentido porque sustituyen la noción de justicia por la de la venganza. Es decir, terminan haciendo creer a la víctima que demandar justicia es un acto de venganza, y al final la terminan convirtiendo en la victimaria cruel del pobre e indefenso victimario.

La sociedad productiva, con solvencia al menos moral en el sentido que no está vinculada a las maras, es convertida en una víctima que vuelve a ser víctima por la ley y por el sistema político y estructura legal, que la encadena a la condena de encontrarse secuestrada por esa masa inútil e inicua de las maras.

A todas estas condiciones anteriores, le es inherente también la verdadera incompetencia, falta de voluntad, carencia de creatividad y ausencia de compromisos concretos de los gobiernos anteriores, del actual gobierno, de todos los representantes y administradores del Estado y todas sus instituciones, con lo que crean condiciones para que se nutra el caldo de cultivo para las maras.

Las oligarquías de la inmoralidad social

Por otra parte, a su modo, los dirigentes de esas maras constituyen una especie de oligarquía social, que domina todos los ámbitos sociales a través de sus peones y células denominadas clicas, que son sólo comparables con la oligarquía financiera y con la oligarquía política-partidista, como grupos de poder dirigentes.

Estos tres tipos de dirigencias son en esencia correspondientes, similares en el sentido de que reproducen en sus propios ámbitos los mismos antivalores que paulatinamente se han ido convirtiendo en los nuevos valores sociales, en los nuevos productos socioculturales que predominan infestando las formas de la conciencia social, hasta reproducirse de manera concreta en la antítesis de la tan añorada, pero pulverizada noción de nueva sociedad inspirada en la concepción, en la ideología de la justicia social, de la nueva sociedad, del nuevo hombre-mujer.

Lo ideológico aquí debe entenderse como una concepción, como el recurso humano de entendimiento y conocimiento de la realidad para analizar, interpretar y transformar a esa misma realidad. Y se refiere por tanto a la práctica moral y ética humana y social, afincada al espíritu de la práctica de aquella concepción y de los conceptos que permiten guiar y orientar las acciones ya convertidas en convicciones individuales y colectivas.

El hecho de que ya no se le dé importancia, de que ya no tenga valor ni importancia la discusión concepcional como una forma de acercamiento hacia los problemas y problemáticas para lograr su discernimiento, y en este caso sobre el fenómeno individuo marero y su estructura social organizada llamada maras, se debe a que es indispensable ocultar el verdadero desinterés por los problemas sociales.

Desde las maras hasta las clases dominantes, pasando por la clase política partidarista, por algunos sectores y contingentes populares, por las iglesias, por los sectores económicos productivos, por ciertos agrupamientos de las organizaciones sociales y sindicales, se reproducen y se practican, cada quien en su charco, los mismos e idénticos valores y principios de las maras.

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